Santi
Hay algo oscuro vibrando en el aire.
No se ve, pero se siente.
Como un tambor antiguo, como un eco subterráneo que sube desde las entrañas del mundo.
No marca el tiempo, ni la memoria.
Marca la rabia.
La gente está llena de odio.
Un odio denso, silencioso.
Que no siempre grita, pero se cuela por los poros de la civilidad.
Un odio que se disfraza de causa justa, de ética ciudadana, de moralidad urgente.
Pero que, al mirar con cuidado, no busca justicia.
Busca venganza.
Y como toda venganza, viene perfumada de virtud para no oler a sangre.
Las personas caminan con una herida mal cerrada.
Sienten que les arrebataron algo —el futuro, la dignidad, el sentido— y que nadie se lo devolvió.
Y quizás sea cierto.
Pero lo que emerge de esa herida no es construcción.
Es demolición.
Como si la única manera de encontrar redención fuera ver caer a otro.
Foucault dijo que el castigo alguna vez fue un espectáculo.
Hoy lo sigue siendo. Solo que el escenario ha cambiado.
Ya no hay patíbulos ni verdugos.
Hay redes sociales, opiniones virales, sistemas morales inflables.
El derecho se invoca, pero lo que se exige es ritual: caída pública, vergüenza, arrastre.
La civilización entera se ha construido sobre el esfuerzo de contener ese impulso.
Leyes. Tribunales. Reglas. Filosofía.
Como quien doma una bestia sin matarla del todo.
Porque el deseo no desaparece.
Solo aprende a cambiar de forma.
Y ahora se manifiesta así:
en la indiferencia por el método, en la crueldad justificada,
en el placer apenas disimulado cuando alguien tropieza.
Porque no hay justicia donde no importa el cómo.
Y eso es lo que se diluye: la forma. La ética del proceso.
La dignidad del límite.
La memoria visual humana lo recuerda sin saberlo.
En el fresco del Juicio Final, en la Capilla Sixtina,
Cristo permanece al centro, inmutable.
Pero el verdadero drama ocurre abajo.
No en el infierno, sino en quienes empujan a otros hacia él.
No es el demonio quien condena.
Es el semejante.
Una mano humana que arrastra a otra,
no por justicia, sino porque es su turno de caer.
Ese fresco no ha perdido vigencia.
Se pintó en esas paredes hace siglos, pero podría colgarse hoy en la portada de cualquier red.
Nada ha cambiado desde que Miguel Ángel lo pintó.
Solo los escenarios. Solo los disfraces.
Y por eso el mundo no se siente más justo, más ordenado, más humano.
Porque no estamos ante una crisis de leyes, sino ante una erosión del alma.
Una civilización no colapsa cuando falla la política.
Colapsa cuando pierde su capacidad de amar.
No el amor romántico.
Sino el amor que no empuja.
El que no goza con la caída.
El que sostiene, escucha, redime sin necesidad de espectáculo.
Eso es lo que falta.
Y no es orden.
Ni poder.
Ni justicia.
Es amor.
Y mientras no aparezca,
el tambor seguirá sonando.
Lento, sordo, tribal.
Esperando tan solo nuestra cabeza.
Epilogo
El Péndulo y la Grieta
Al mirar hacia atrás, es evidente que la humanidad ha intentado contener sus impulsos más primitivos.
Hubo momentos —breves, frágiles, luminosos— en los que la razón logró imponerse sobre el instinto.
Donde la justicia se levantó sobre la venganza,
donde la dignidad se ofreció incluso al enemigo,
donde se apostó por el perdón como acto revolucionario.
La Ilustración soñó con una sociedad gobernada por ideas, no por emociones.
La posguerra enseñó —a través del horror— que sin amor, solo queda ceniza. Y en algunos rincones del mundo, se ha preferido la reconciliación a la revancha.
Pero estos momentos no son la norma.
Son excepciones.
Son los instantes en los que el péndulo pareció detenerse.
Hoy, el péndulo vuelve a oscilar hacia lo más bajo.
Pero esta vez, lo hace con un giro nuevo y peligroso:
Las emociones primitivas ya no se manifiestan en el anonimato de las multitudes físicas.
Ahora lo hacen en la inmediatez de una pantalla,
en la viralidad de un juicio emitido en 280 caracteres,
en la coreografía moral de los linchamientos digitales.
Las redes sociales funcionan como plazas abiertas:
implacables, emocionales, sedientas de adhesión.
En ellas, la furia encuentra eco, la envidia encuentra excusa,
y la complejidad es descartada en nombre de la reacción más veloz.
A esto se suma una sensación colectiva de haber sido despojados:
Del futuro, por la crisis ecológica.
Del mérito, por la corrupción.
De la igualdad, por la inequidad sistémica.
Del sentido, por la pérdida de todo horizonte ético o espiritual común.
Pero hay algo aún más profundo:
la pérdida de la narrativa compartida.
Antes, la historia —aunque imperfecta— servía como mapa.
Las religiones, las utopías, las grandes ideas…
nos ofrecían un hilo conductor, una brújula para distinguir caída de redención.
Hoy, ese hilo se ha roto.
Cada uno narra lo suyo.
Cada burbuja construye su verdad.
Y sin narrativa, todo parece fragmento.
Y sin relato, el odio ya no necesita argumento. Solo necesita repetición.
La civilización, entonces, no enfrenta solo una crisis de orden.
Enfrenta una crisis de sentido.
Y en esa grieta, lo gutural resurge.
Más articulado, más veloz, más visible.
¿Será este el preludio de una recaída civilizatoria?
¿O será el punto de ruptura que nos obliga, al fin, a reconstruir desde otro lugar?
Nadie lo sabe.
Pero lo que sí se sabe —lo que ya se siente—
es que el tambor ha vuelto a sonar.
Y frente a él,
la humanidad entera vuelve a estar a prueba.